jueves, 15 de noviembre de 2012

IV: I don't ever want to feel

Le temblaban las manos. El pulso le iba irregular y su corazón aplastaba su esternón, haciéndole sentir menudo, indefenso, débil. El mundo se deshacía a su paso, y a medida que avanzaba todo se entintaba. Parecía que las calles estaban dibujadas a lápiz y su mirada las envolvía de un color oscuro, pero nítido. Las volvía palpables. Los muros de ladrillo se volvían gruesos, y el pavimento se volvía firme, liso. La línea continua de la carretera que había usado para llegar hasta el local le servía de guía para no perderse y aunque oía el estruendoso alarido de la música, sabía que si perdía el norte perdería el pulso. Casi no se tenía en pie, y no era sólo por el montón de billetes que llevaba en su cartera, más abultada de lo habitual, sino más bien por el temor de lo que había hecho.

Le había costado cerca de dos semanas vender el material. Lo había escondido bajo su cama, entre juguetes viejos, cajas de zapatos y revistas con las páginas encartonadas. Por suerte las piezas no tardaron en encontrar comprador, pues cada mañana que se presentaba en el taller tras el robo sentía como que le iban a pillar, que en su expresión notarían la mentira, el miedo, la culpabilidad. Pero nadie dudó de él, aún cuando el sudor frío de su nuca manchaba el cuello de su camisa. Nadie pensaba que un crío pudiese haber hecho eso y él, que no era de ofenderse por ese tipo de comentarios, agradeció que le siguiesen tratando como un simple chico. Le ayudaba a salir del bache. Y es que su cabeza sólo imaginaba a su madre encontrando las cajas donde guardaba las piezas y llevándolas al taller, creyendo que podrían ser útiles para su trabajo, y que todos sus compañeros le lanzaran a los leones, que sus mentiras y su esfuerzo para ganarse un poco de reconocimiento entre sus allegados quedase en cero.



Pero no.
Por suerte no fue así. Todo pasó deprisa. El jefe hizo un par de preguntas, denunció el robo, y como la policía no encontró pruebas de que forzaran la puerta, interrogó a cada uno de los miembros del garaje. Uno tras otro fueron pasando por un exhaustivo interrogatorio, en el que las preguntas simples ocupaban la mayoría de la conversación y lo único que parecían querer de ti era conocerte mejor. Tras aquello, la policía llegó a la conclusión de que alguien podría haber logrado una copia de la llave, o algo similar, y que entraron, se llevaron lo que pudieron y se largaron. El seguro cubrió los daños por robo, y todo quedó en eso. Nadie le dio más importancia de la que merecía. Y Thomas logró vender las piezas, se sacó casi dos mil dólares por todo el material, y aunque él no le llamaría nunca, su comprador le dio su teléfono para que le llamase cuando tuviese más piezas a la venta. Thomas sabía que su comprador sabía de la ilegalidad de esas piezas, ¿pero a quién le importa la moral cuando logras sacar tajada de algo? Y ese hombre había logrado piezas por un valor mucho más bajo que en el mercado. Ambos ganaban.

Se paró ante la puerta del local y entregó su falso carné de identidad. El gorila, que vestía su cuidado traje negro apretado contra sus abultados músculos, miró el carné a luz de linterna y lo dio por bueno mientras dibujaba una sonrisa. Sus amarillentos dientes le dieron la bienvenida y sus enormes manos, capaces de tumbar una decena de hombres como Thomas de un solo golpe, le abrieron las puertas del paraíso. La música era la de siempre, un ritmo ágil, pegadizo, sin letra, con una base muy electrónica. Pero nadie bailaba, excepto las chicas que contoneaban sus bronceados y aceitosos cuerpos contra los ejecutivos que se sentaban en sus sillas, esperando que el espectáculo pasara a mayores. Thomas sonreía a cada una de las camareras, las cuales se divertían con su aire juvenil y su mirada socarrona. Su camisa blanca metida por debajo de los pantalones y su corbata negra cubriendo el centro de ésta le daban un aire aún más juvenil. Nadie se podría creer que ese chico cumplía la mayoría de edad. Era inverosímil. Su mirada, sus pasos, sus hombros caídos... Pero mientras la seguridad no se percatase de esos mínimos detalles, él seguiría como hasta ahora: haciéndose el importante.
Se sentó en una silla, junto a una mesa bien iluminada por una vela introducida en un cuenco rojo. Había una en cada mesa, y juntas formaban una resplandor rojizo que emulaba un atardecer y que daría la bienvenida a la mujer más hermosa del local: Virginia. Los dedos de Thomas golpeaban la mesa con un repiqueo rutinario, pues en su interior ardían las brasas del deseo. Quería ver a Virginia, quería verla salir de entre las cortinas de seda y contonearse para su público. Pero el escenario estaba vacío. Ni un foco lo iluminaba. Y en cuanto una de las chicas, cargada con una bandeja metálica hasta arriba de bebidas alcohólicas, pasó por su lado, la paró con una caricia y le preguntó por el motivo de su presencia en ese antro: Virginia.
— Hoy no tiene show público. Pero hace privados. La encontrarás... por ahí — Señaló una pequeña puerta, tímida del resto, oculta entre dos pequeñas palmeras enterradas en macetas de porcelana. Thomas le agradeció con una pequeña propina, pues sabía que eso era lo normal en ese tipo de sitios, y se levantó de la silla con rapidez.
Sus pies se movían solos. Quería llegar lo antes posible y ver a Virginia moverse ante él, sólo ante él. Creía que el privado era eso, un baile privado. Un show privado para el mas afortunado de esa noche. Y aunque sus esperanzas estaban puestas en eso, sabía que nada era tan fácil en esta vida, y que Virginia era el deseo de muchos.

En cuanto cruzó el umbral de esa puerta y la música del local quedó enmudecida por las paredes revestidas, su rostro empalideció. Era una sala, una única sala. Oscura. Sólo una pequeña lámpara iluminaba cada uno de los cubículos que rodeaban un cilindro de cristal donde, dentro, se movía con un suave bamboleo el cuerpo de Virginia, sonriéndoles a todos. Thomas vio que no todas las sillas estaban ocupadas, pero sí que lo habían estado en algún momento. Giradas, mal colocadas, o simplemente apartadas de una peculiar mesita donde se podía ver una pequeña pantalla junto a un teclado. Todo era tan frío, tan tétrico. No se oía ni un ruido, la sala estaba totalmente aislada del resto, y sólo un suave hilo musical amenizaba el lugar.
El joven tomó asiento y miró la pantalla. Salía un precio que se movía, rotando. Marcaba ochocientos dólares. Se fijó en el teclado y sólo habían números, y entonces comprendió. Era una subasta. Virginia se subastaba para sus clientes por una noche. Esto hizo que un nudo en el estómago le golpeara como un puñetazo, y se puso una mano sobre la tripa para calmar ese agudo dolor que se extendía por toda su alma. Sus ojos no se atrevían a mirar a Virginia, que movía su cuerpo contra una barra metálica situada en el centro de ese cilindro. Exhibía sus virtudes con bailes sumamente eróticos, pero no se desnudaba. No dejaba que nadie viese su cuerpo hasta que pagasen. Y eso hizo reír entre dientes a Thomas, recordando la noche en la que la joven se destapó los pechos para toda una sala repleta de hombres hambrientos de sexo.

La hora pasó deprisa. La cifra había ido aumentando, y ahora estaba estática en los novecientos setenta dólares. Thomas acarició las teclas de los números con miedo, sabiendo que si subía la apuesta alguien la volvería a subir, y no terminaría nunca ese juego... Bueno, para él sí. Su juego terminaba cuando llegaba a los dos mil dólares. Y parecía que no iba a llegar. Se atrevió a subir a mil, y en pocos segundos se subió a mil doscientos. El sudor que resbalaba por su frente era sinónimo de su miedo. Sabía que si seguía subiendo se la llevaría otro, y odiaba no poder ver quien había apostado último. Daría lo que fuese por tenerlo al lado y machacarlo. Oyó entonces el ruido de una silla y se fijó que uno se marchaba con la chaqueta a cuestas, y cuando volvió a mirar la pantalla habían subido cincuenta dólares más. Subió su mirada y vio a Virginia sonriéndole, moviendo sus labios, murmurando una palabra que no llegaba a oír. Sus dedos se movieron solos y tecleó otros cincuenta. Miró el pequeño reloj que estaba situado en la pantalla, a la izquierda, y que marcaba dos minutos. Y bajando. Cuando terminasen esos dos minutos el ganador se llevaría a la chica. Y Thomas quería ser ese ganador. En la sala quedaban pocas luces encendidas, y ahora la suma iba creciendo lentamente. Otros cincuenta, y de repente, doscientos. Mil quinientos cincuenta dólares. Tragó saliva, sabiendo que la cosa iba muy en serio. Quien quisiese a la chica tenía que pagarla. El reloj seguía bajando, y oyó de nuevo una silla. Miró y vio que se iba otro hombre. La luz de su cubículo se fundió y se fijó en que sólo quedaban tres. Y una la tenía justo al lado. Miró de nuevo la pantalla, el reloj marcaba un minuto. Thomas se preguntaba porqué el tiempo parecía ir tan lento, tan en su contra. El aire parecía agotarse por momentos, y la suma estaba estática. Medio minuto. El labio inferior de Thomas temblaba. Debía escribir la suma antes de que terminase el tiempo o Virginia sería para ese que subió doscientos dólares. Quince segundos. Diez segundos. Thomas tecleó deprisa un uno seguido de un siete y dos ceros, pero antes de mandarlo tosió, tosió con fuerza y a propósito. Escuchó el ruido de los ruedines de las sillas girándose hacia su dirección y envió la suma. En la pantalla se marcó mil setecientos dólares y el reloj bajó a cero acto seguido. Todas las luces se apagaron y sólo quedó la de él, con su rostro caído hacia la pantalla, con el precio rotando en la pantalla, el reloj a cero y el ruido de los hombres marchándose de la sala con frustración. Oyó entonces el ruido de algo golpeando el cristal y cuando levantó la vista vio a Virginia sonreírle al otro lado del cilindro. Thomas le devolvió la sonrisa y la chica se incorporó y salió del lugar. Sus tacones llenaron de ruido celestial el lugar y mientras se acercaba a él Thomas sentía los latidos arrítmicos de su corazón, desbocado. Pronto estaría a su lado, en una cama, en privado. El taconeo se volvía más intenso y angelical, y el joven giró su asiento para poder levantarse y aclararse la garganta. Sus dedos se dieron prisa en repeinar su flequillo caído y cuando el cuerpo de la joven apareció ante sus ojos, vestida sólo con un elegante sujetador de encaje y una falda que llegaba hasta la mitad de sus muslos, cubriendo la piel que Thomas más ansiaba descubrir, éste no hizo más que enmudecer. Ella le dedicó una sonrisa y él una torpe mirada, y cuando le alargó la mano para que la acompañase al cuarto, él no hizo más que temblar y morderse el labio para suspirar después. Virginia no le dedicó más que una carcajada plagada de ternura y dejó caer su mano para encaminarse al cuarto, pidiéndole a Thomas que la acompañara. Y así lo hizo. ¿Cómo no hacerlo? Su voz era tan suave, tan inapropiada para una mujer que vendía su cuerpo, que no podía hacer más que aceptar todo lo que ella le pidiese. Siguió sus pasos, con la mirada fija en su espalda, en el broche de su sujetador, apretando su nívea piel.

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