sábado, 10 de noviembre de 2012

II: Just a city boy

El ruido de las herramientas de trabajo eran los coros que escuchaba Thomas cada mañana. El olor a neumáticos, a gasolina y aceite de motor, los riffs y el sonido elegante y lento de los coches avanzando delicadamente por el garaje era la melodía de esa canción ya repetida infinidad de veces en su cabeza. El lugar era la visión clásica de un taller mecánico de coches. No tenía estilo, ni lo necesitaba. Tampoco tenía caché, tampoco era necesario. Era un simple taller de barrio, donde todos se conocían, donde no podías librar con una excusa falsa. Ahí todos conocían de sobra las máscaras de sus allegados, y era imposible mentir. Años y años de compañerismo fiel hacían de ese taller algo más que un simple lugar de trabajo para muchos. Era más bien un santuario, alejado del mundanal ruido de voces hablando entre sí, de perros ladrándose entre sí. Todo perdía sentido, todo se volvía muy simple, muy aburrido, cuando se interponían motores y carrocerías entre los pensamientos de los mecánicos. 
Vestidos con monos azules, manchados hasta arriba de grasa de engranaje, los trabajadores se tomaban el trabajo como un descanso, más que como una obligación. Podías entrar y los veías sentados en una mesa, echando una partida de cartas, riéndose entre sí, fumando mientras revisaban un destartalado Camaro que llevaba en el fondo del taller desde que el supervisor tenía memoria. Un Camaro viejo, oxidado, pero aún así, para Thomas, guardaba una belleza propia de una obra de arte; unas líneas suaves y estilizadas, más propias de una hermosa mujer que de un vehículo. Y él se sentaba ahí, mirando fijamente el coche, sonriendo, recordando a las mujeres de su vida. Pero sólo una se fundía con las líneas del coche. Sólo una sumergía a Thomas en un profundo trance del que le era imposible despertar si no era a empujones: Virginia. La mujer con alma de súcubo, atrayendo a todo hombre capaz de permitirse una noche con ella. Llevándolos a la perdición del pecado más dulce. Thomas quería probar ese pecado. Quería saborearlo, relamerse los labios, chuparse los dedos y recordar eternamente ese dulce pecado que recorría sus sueños más húmedos. Sábanas acartonadas, lágrimas blancas derramadas por una mujer que él sabía que jamás sería suya. Noche tras noche, en su cama, las sábanas lo abrazaban con profundo cariño, y él se veía incapaz de pensar que ese tacto no era idéntico al que podría proporcionar Virginia. Las sábanas de seda, con ásperos zurcidos en los extremos, recordaban al tacto de una mujer que ha acariciado tantos torsos desnudos que para ella es como recorrer un sendero ya andado cientos de veces. Para ella el placer no ocultaba secretos y Thomas aún estaba muy verde, aún no sabía lo que era la necesidad de la necesidad. Pero se moría de ganas de sentir ese ardor en el estómago. Ese 'mono' de mujer, de tacto, de sexo.

Con un suspiro él se despertó de otro de sus profundos sueños, y decidió seguir con su tarea rutinaria y aburrida. Reparar coches viejos de viejos amigos. Era un empleo muy simple. Había estudiado ingeniería mecánica en una escuela de formación profesional, y su padre le había logrado un sitio en ese taller. Él era el hijo de un cliente. Le trataban como tal. Nadie confiaba en su profesionalidad. En un lugar donde los empleados se habían curtido a base de pasarse noches buscando una solución y no leyendo un libro, nadie creía que un chico que había aprobado un simple cursillo de dos años pudiera enfrentarse a los retos que suponía ese empleo. Y aunque parecía fácil visto desde fuera, con esos hombres dicharacheros jugando a las cartas y mirando con un ojo entrecerrado un coche desde varios metros de distancia, la complejidad que escondían esos gestos y esa libertad era desmedida. Thomas no se veía hecho de la misma pasta que ellos, habían logrado turbar su mente, pero ahora que él se hacía un hueco entre ellos, ellos le respondían con buen trato, le ayudaban, le enseñaban. "No hay mejor formación que la acción"; eso decían. Y era extrapolable a otros campos.

— Hasta mañana, chicos — La voz de Thomas decaía en cada sílaba que salía de entre sus labios. Sabía que esa noche no la vería. Sus bolsillos vacíos le impedían acercarse a las pesadas puertas de ese infierno terrenal.
— ¡Espera! — Una voz. Una luz. Él sabía que nadie le pararía los pies si no era por un buen motivo y él creía que ese motivo estaba relacionado con la hermosa Virginia —. Me han dicho que te vieron la otra noche en el Antro.
— ¿Yo? No creo. Se confundirían. ¿Quién fue?
— No lo conoces — Su sonrisa le hacía ver que no creía ni una palabra de lo que Thomas le podría decir. Sabía de buena tinta que él había pisado el local. Que se había ahogado en las marismas de un local edificado para el placer —. Sabes que ese sitio no es para ti. Eres menor de edad. ¿Cómo lo hiciste?
— Te repito que yo no he pisado ese sitio — Thomas empezaba a perder los nervios. Sus fuerzas habían expirado en la jornada laboral, no tenía espíritu para enfrentarse a un interrogatorio.
— Bueno, bueno. No te pongas a la defensiva. Sólo te lo advierto. Si te pillan, te meterás en un buen lio. Y no sólo por los de seguridad. Tu padre seguramente...
— ¡Que yo no estuve ahí! — De un grito acalló a su compañero, el cual se irguió de la impresión y alargó sus manos, calmando el pecho altivo de Thomas. Iba a hablar, pero se limitó a chasquear la lengua y marcharse por donde había venido.
El soplido satisfactorio de Thomas advirtió de su contento. Había logrado esquivar algo que podría haberle costado caro. En su cartera adornada con imágenes de una vieja serie de televisión se escondía el carné de identidad falso que había logrado hacer en menos de dos horas. En él figuraba una edad de veintiún años, mucha más de la que tenía realmente. Y aunque su corto cabello oscuro, sus hombros caídos y su espalda estrecha indicaban que no tenía la edad apropiada, su mentón oscurecido por una creciente barba y su mirada segura a la hora de entregar el carné disipaban toda duda de su falsedad a la hora de entregar el documento a los gorilas de las puertas.

Su mirada estaba perdida. Sus ojos observaban el techo oscurecido, y el despertador digital sobre su mesilla de noche marcaba una hora intempestiva. No era tiempo de seguir despierto, pero su sueño se había marchado de su lado en cuanto los carnosos labios de Virginia ocuparon su mente. El brillo de su sonrisa era equivalente al de una gran estrella, y sus perfecto y alineados dientes mostraban un encanto impropio de una prostituta. Pero ella era algo más, y él lo sabía. Ella era una musa, una Diosa del erotismo y el deseo. Su cuerpo un templo del placer y su recuerdo un doloroso hallazgo de la psique.
Ladeó su rostro, el reloj marcaba casi las cinco de la mañana; por la ventana se oía el ruido de los camiones que repartían la prensa matutina y aunque el sol aún estaba oculto tras un espeso manto de nubes oscuras y una deslumbrante luna menguante, él sabía que tras esa oscuridad la luz esperaba impaciente, y cuando esa luz se dejase ver a través de las ventanas de su hogar, sería demasiado tarde.
Sus párpados cayeron, se cerraron y dibujaron en la oscuridad una silueta perfecta. Desnuda. Una melena castaña caía por unos hombros suaves, y los mechones de ese cabello que surgía de un molde aún sin formar cubrían unos pechos sugerentes. La piel se empezó a mostrar, de un tono lechoso y con suaves pecas que recorrían sus hombros y su vientre. El rostro se dibujó con una espléndida sonrisa y dos profundos ojos oscuros se hundieron en esa arcilla, dándole forma a una dulce muchacha que sonreía con picardía, y que aunque su mirada transmitía cariño y sensualidad, su cuerpo seguía desnudo. Los pechos mostraron una sombra bajo ellos, se rosaron sus pezones y sus muslos se apretaron entre sí para ocultar su intimidad. Un suspiro del moreno dio pie al momento más deseado de la noche. Sus delgados y holgados pantalones cayeron por sus piernas hasta la altura de sus rodillas y su mano cayó sobre su miembro, acariciándolo con una sensualidad demasiado femenina. Dejaba que las sábanas rozaran su glande para que su imaginación rompiese los moldes de lo posible y profundizara en un mundo más irreal y satisfactorio. Su cuerpo pasó a un plano alejado, y se vio tumbado sobre el pasto de un prado que lucía virgen. Los pasos felinos de la muchacha que ocupaba su fantasía no podían aplastar los tallos verdes de hierba que surgían de un suelo perfecto y liso. Se acercaba a él, mientras su mano se movía con suavidad, bombeando, sintiendo la sangre recorrer su sistema vascular y concentrarse en su bajo vientre. Suaves jadeos necesitados llenaron el ambiente, y los dientes del joven arañaron el labio inferior al tiempo que su brazo empezaba a moverse con brutalidad. En el prado, la mujer estaba sobre él, y sus caderas se movían sugerentes. El ficticio calor de su interior proporcionaba a Thomas un placer indescriptible, y mientras sus jadeos se volvían tímidos gemidos, la mujer aumentaba la pasión de los movimientos. El joven se revolvió entre sus sábanas, su pierna derecha se alzó y se deshizo de la pernera del pantalón, y mientras la mujer arañaba su pecho, él apartaba las sábanas para dejar que el aire caliente de su habitación rozara su sexo desnudo. Su mano izquierda se apretó contra la colcha, arañándola, hundiendo sus dedos en el colchón y dejando la marca del placer en él. Tragó saliva, su garganta estaba seca. Devolvió la mirada al despertador y se sorprendió del tiempo que había pasado mientras su mano se movía con furiosa lujuria contra su miembro. Sentía el tacto hinchado de las venas contra su palma, y mientras abandonaba la timidez en sus gemidos, la fantasía se volvía más caliente. La mujer mordía, arañaba, lamía, mientras su cintura se alzaba en el aire y bajaba con fuerza contra el miembro de Thomas.
El joven empezó a hacer tambalear la cama, el ruido del colchón impactaba contra sus oídos, y sus ojos apretados querían ignorar la realidad. Los dedos de sus pies se encogieron sobre sí mismos, y rápidamente alzó su mano para subir la camiseta, sintiendo después sobre su pecho el cálido tacto de sus fluidos resbalar por su piel. Sus dedos se pringaron de su esencia, y mientras su respiración se acompasaba el despertador marcó las seis de la mañana.

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