lunes, 12 de noviembre de 2012

III: Los vicios se pagan caro

La noche dejó paso al día, y el ruido irritante de los coches recorriendo las calles asfaltadas despertó de su letargo al joven Thomas, que se removía entre las sábanas con el rostro hundido en la almohada. El sol lograba colarse entre las ventanas, y aunque el día amenazaba con tormenta, la radiante estrella del cielo parecía tomarse muy en serio su trabajo, y no abandonaría su cometido hasta que los primeros nubarrones grises encapotasen la bóveda celeste. Ese día era especial, o más bien, sería un antes y un después en su vida; pues Thomas no era alguien que corriera muchos riesgos. Era un chico de gustos sencillos y vida sin excesivas aventuras. No bebía, y el tabaco para él era algo que no podía ni oler. El humo serpenteante que se movía por el aire, envenenándolo, le producía casi sarpullidos. Así que no tenía unos gastos demasiado inflados, pero al igual que sus pocos gastos, sus ingresos corrían la misma suerte. Todo su sueldo era administrado por su padre, y él le daba una paga semanal que se iba acumulando en su caja de madera.
Él jamás fue un fanático del ahorro, y jamás tuvo una hucha donde guardar el poco dinero que le daban de pequeño, así que todo su capital se guardaba en esa caja de madera laqueada, pintada con adornos de golondrinas.
Y tal como las golondrinas inician su vuelo y se alejan en el horizonte, su dinero parecía correr la misma suerte desde que había descubierto a Virginia y sus miradas tentadoras, sus gestos diabólicamente encantadores y sus movimientos hipnotizantes. Su padre empezaba a cansarse de que su hijo le pidiese un día tras otro un poco más de dinero. Un "adelanto", por ponerle algún nombre, y Thomas sabía que ese lujo, que ese vicio insano que se había adueñado de su ser, debía cesar lo antes posible. Pero él era joven. Era temeroso. Y como todo joven con un vicio arraigado, teme que el deshacerse de él de golpe pueda causarle algún daño. En su mente sólo recorría una idea, segundo tras segundo: "la próxima será la última". Lo había repetido tantas veces que incluso para él sonaba convincente. Pero sabía que nada era tan fácil, y menos eso. Así que su respiración se cortaba cuando se veía sin dinero, sin posibilidades, y con su padre, tan estricto y riguroso a la hora de las finanzas, privándole de su deseo carnal.


— ¿Has pensado en vender? — La voz de Sam, el amigo de Thomas que descansaba en la cama mientras sus dedos se movían veloces contra los botones de la consola portátil, despertó al joven del rabioso océano y su oleaje que era ahora mismo su mente. Volvió su mirada a su amigo, con la ceja alzada, y éste le miró de reojo mientras ponía en pausa el juego haciendo acallar los gritos de agonía de los numerosos enemigos de esa pantalla — Vender. Cosas. No sé, en Ebay compran cualquier cosa. Y en Amazon. Tienes una estantería repleta de juegos. Vende algunos... — Se encogió de hombros mientras recibía de nuevo la consola entre sus dedos y reanudaba la partida —... y los que no quieras me los podrías regalar.
Su comentario aparentemente desinteresado hizo soltar una suave carcajada a Thomas, el cual devolvió su mirada a la ventana. Hacía unas horas que el sol parecía querer quemar el asfalto y ahora ni se intuía, oculto por un manto oscuro de nubes espesas que azotaban la ciudad con inumerables gotas de agua. Las gotas resbalando por el cristal recordaron a Thomas las sensuales manos de Virginia cayendo por su pálida piel, y como si eso fuese la señal que estaba esperando, agarró el teclado de su ordenador y en el buscador introdujo "eBay".

Noche tras noche, Thomas miraba su bandeja de entrada, en busca de algún e-mail de algún interesado en sus productos. Había puesto a la venta su colección de videojuegos, donde incluía sagas que él mismo mencionaba como "míticas". También había puesto anuncios para objetos de coleccionista como figuras de series de televisión o sus múltiples y variadas consolas. Pero parecía que la gente no estaba del todo interesada en aquellos productos. Nadie decía nada, y habían pasado casi dos semanas. Su interior empezaba a encogerse sobre sí mismo, reclamando con ahínco la presencia de la joven cabaretera. En su mente sólo recorría su imagen, y nada satisfacía su hambre. Las chicas parecían simples puntos en una línea infinita que se iban deshaciendo a medida que la recorría. Internet y sus bajos fondos no eran más que simples luces brillantes en un gigantesco árbol de navidad. Pero él ansiaba la estrella que coronaba el abeto. La necesitaba. Y su necesidad se volvía cada vez más salvaje, más irritable. Un simple comentario volvía a Thomas un gato peligroso que te amenazaba con la mirada. Sus despertares estaban plagados de improperios, y le gritaba a la almohada, a la sábana, y se miraba al espejo, miraba sus profundas ojeras fruto de noches mirando la pantalla del ordenador, a la espera de un nuevo mensaje. Se detestaba. Se estaba consumiendo en su propio deseo. No podía controlar su necesidad. Se sentía frágil y débil. El viento le cortaba, el sol le quemaba, la lluvia lo ahogaba. Parecía que no habría motivos suficientes como para abrir los ojos una mañana más.
Pero todo eso cambió. Cambió un día que, mientras se tomaba un refresco en su trabajo para intentar vencer la falta de sueño, oyó al supervisor discutir a viva voz con un hombre de tez morena, cabello recogido en una descuidada coleta y ropas viejas y ajadas. 
— ¡He dicho que no! ¡Largo! — La puerta de su despacho se abrió, pero sólo era para dejar salir al indeseable, pues sus gritos se oían desde cualquier rincón del taller. Los trabajadores se reunieron junto al cubículo de su jefe mientras el hombre salía hablando en un idioma extranjero, y por el tono amargo de sus palabras no se podía preveer nada bueno.
Poco tardaron sus trabajadores en lanzarse a su cuello para preguntarle, o más bien, insistirle sobre la conversación que habían mantenido.
— Era un chatarrero. Quería piezas viejas para revenderlas a compradores necesitados. Ya sabéis. La consigo aquí por quince pavos y la vendo por ochenta diciendo que es nueva — Negó con la cabeza mientras se sentaba en su silla y cogía su vaso de plástico, donde se enfriaba un café —. Parece mentira que haya gente así. Ya sabéis que yo toda la chatarra la mando al vertedero. Aquí como mucho tenemos piezas viejas, y sería poco ético vendérselas a ese impresentable.
El supervisor lanzó un chasquido con su lengua mientras le daba un sorbo a su café y les indicaba a todos la salida para que prosiguiesen su trabajo. Y así lo hicieron, pero Thomas tenía ahora algo más importante en mente, por lo menos para él.
— Oye, ¿en serio se venden bien las piezas estas? — Comentó mientras le daba un trago a su bebida. Se veía a la legua que estaba necesitado de esa información. Su rostro era un lienzo que transmitía cada sensación y su postura ligeramente encorvada recordaba a la de un yonki necesitado de su dosis diaria.
— Sí. Hay gente que tiene coches viejos, míticos de distintas marcas, y pagan cientos o miles de dólares por piezas así. Las de aquel Camaro — Señaló el viejo coche aparcado al fondo, el cual inspiraba a Thomas las formas elegantes de una mujer —, por ejemplo. Un motor en buen estado te puede dar un buen dinero. O los neumáticos oficiales, por ejemplo. Ese coche es una mina. Lástima que el viejo no quiera que lo toquemos. Es como su pequeña joya personal. Aunque en la vida lo he visto sentado en sus asientos.
Se despidió con un movimiento de su cabeza mientras Thomas se acercaba al coche y acariciaba la carrocería con la yema de sus engrasados dedos, sonriendo, sabiendo que ese polvoriento trasto sería la respuesta a sus oraciones. Arañó la pintura de la carrocería, llevándose bajo las uñas unas pequeñas virtuas metálicas y cuando oyó su nombre se separó del carro y se volvió, yendo de nuevo a su trabajo, dejando que las cosas se fuesen llevando a cabo durante el día. Su mente trazaba un plan tras otro, buscando la forma perfecta de desmantelar ese coche sin que nadie sospechase de él.

La noche cayó sobre la ciudad. Las ratas salían de sus agujeros, y las sirenas policiales rondaban de una calle a otra. Ya sólo los indeseables pisaban las aceras, y aunque Thomas no entraba en esa lista, su cuerpo se movía con soltura entre las sombras de las calles, portando en su mano derecha un manojo de llaves que repicaban entre ellas al moverse con rapidez. Quería llegar al garaje antes de que en su casa sospechasen de su desaparición. Para sus padres, él estaba durmiendo, pero bajo sus sábanas no había más que una mullida almohada que emulaba la forma de su delgado cuerpo. No quería sospechas, no quería acusaciones. Quería que saliese bien. Un sólo golpe y nunca más. La última vez. La última calada al cigarro, la última copa. Esa noche sería el inicio de una larga desintoxicación. Debía sacar de dentro el parásito que había dejado entrar el día que vio por primera vez a la hermosa Virginia. No podía darle cancha, no podía permitirle que se apoderase de él por completo.
Tomó aire mientras hacía girar la cerradura del local, y entró con cuidado, cerrando tras de sí. Sacó su móvil y alumbró el lugar con la aplicación de la linterna, yendo directamente hacia el Camaro. Llevaba a su espalda una mochila enorme, llena de bolsillos y refuerzos para evitar que se rasgara la tela. En su cabeza no conocía la idea de llevarse el motor o algo por el estilo; sólo necesitaba piezas. Piezas pequeñas, difíciles de conseguir en el mercado, piezas que aún con su tamaño su precio era elevado. Y aunque él no sabía demasiado del mercado de valores, sí que sabía sobre coches, y sabía qué piezas le darían un buen pellizco. Y aunque estaba haciendo algo ilegal, su espíritu no titubeaba. Estaba seguro de lo que hacía, y jamás se dejó vencer contra el juego mental que le hacía sufrir su miedo el cual, aún sin haberlo mostrado, estaba ahí. Se hacía notar con el temblor continuado de los dedos del joven a la hora de sujetar sus herramientas.

La mochila pesaba quince veces más. Las piezas chocaban las unas con las otras en el interior del macuto, y era porque no sólo se había conformado con las del Camaro, también se había apropiado de algunas cajas de suministros que habían llegado, había cogido incluso herramientas propias sólo de talleres para su venta por Internet y se había apropiado de algunos billetes de la caja de cuentas de su taller. Y ahora que estaba al aire libre, fuera del garaje, con el manojo de llaves en su bolsillo y el movimiento lento de su cuerpo para no hacer sonar más de la cuenta los objetos que había robado, sintió una punzada impropia del momento. La adrenalina dio paso al temor, el temor al asco, y el asco al remordimiento. Se sentía horrible. Sentía su piel sucia, y su mente atrofiada. Sabía que lo que acababa de hacer era propio de indeseables como aquel chatarrero que había aparecido por la tarde en el taller. Sabía que él nunca haría algo así, que era impropio de un joven con potencial en el mundo de la mecánica. Y aunque su mente se lo quería hacer ver, algo en su cuerpo sonreía y se agarraba a estos remordimientos, asegurando que jamás dudarían de su honestidad ni le culparían por ese mismo aspecto: él nunca haría algo así. Era impropio de él. Y ahora el remordimiento se había vuelto histeria y su ego se elevó hasta las nubes. Lo había hecho. Había robado. Y Virginia le esperaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario