miércoles, 7 de noviembre de 2012

I: Virginia, reina del Pecado

El lugar apestaba a tabaco y perfume y la música típica de los locales parisinos del siglo diecinueve hacían temblar las sólidas paredes de ladrillo rojo; el local había sido una auténtica imitación del original Moulin Rouge, pero sin la forma. ¿En qué se asemejaban, pues? En la sensualidad de sus chicas, en la privacidad de sus cuartos, y en la música rápida y animada que invitaba al baile y al tonteo. Las puertas de acero pesadas sólo se abrían cuando una de las gruesas manos de los de seguridad decidía empujar el pomo hacia dentro del local y, con ello, liberaba los demonios del pecado que residían al fondo de cada copa que servían las descocadas camareras. Las primeras miradas que transmitían las cabareteras decían "adelante, goza, disfruta", y sus sonrisas parecían dibujadas por demonios que querían pervertir el alma de todo ser incauto que se armaba de valor para entrar. El local era amplio, más de lo que parecía desde fuera. Una enorme sala central servía de hall para los visitantes del lugar, y estaba adornado con cientos de mesas coquetas con lámparas rojas que invadían el espacio de un tenue brillo sensual. Las escaleras que llevaban a dicho hall estaban enmoquetadas, y recorridas por largas barandillas de madera de caoba, con la cual habían esmerado su cuidado. El aire era invadido por nubes de tabaco rubio, extensas bocanadas de puros de los más caros y un sutil aroma a incienso que invitaba a la relajación. Los hombros se te caían con ese aire sobrecargado, y el brillo de las luces que iluminaban la gran tarima de acero situada al fondo del local cegaban los ojos. Tu conciencia se perdía en un mar de sutiles caricias otorgadas por las camareras que recorrían las mesas en busca de propinas; sus risas pícaras descargaban sobre ti una andanada de placeres, y cuando querías darte cuenta estabas sobre una cómoda silla, observando el escenario, oyendo la música tronar contra esas cuatro paredes. "Deja tu conciencia fuera, deja la vergüenza, el temor, las dudas, los prejuicios y las envidias cuidando de tu conciencia. No dejes que la niebla que producen esos sentimientos empañen tus ojos, porque te arrepentirás toda tu vida". Así empezaba el número estrella de ese local.
Las cortinas de terciopelo rojas, propias de teatros de clase alta, se curvaban dejando ver una figura en el centro. Las luces se fundían en una pantalla negra y un foco más tenue teñía de centelleante brillo el cuerpo de la bailarina. Su melena castaña caía por sus curvados hombros, y su voz enmudeció a la música. Sus piernas se movían con suavidad, como pateando un ser intangible, y sus manos se movían acariciando el aire con sutiles caricias. Y entre tantos hombres, entre tantos susurros provocativos, se encontraba nuestro chico, observando un leve temblor en el labio inferior como la muchacha movía su cuerpo para el público. Su corsé, de tela negra y roja, se ajustaba a sus curvas. Su cintura de avispa servía como curva para sus manos, las cuales descendían por sus costados con provocación. Un beso azotó el aire, y el sonido volvió histérico a más de uno. Nadie hablaba más de la cuenta, casi se podía decir que nadie respiraba para no robarle el aire a esa Diosa que se movía por el escenario ya conocido en tantos otros números. Sus manos lanzaron hacia arriba su melena, haciendo que los mechones que resbalaban por su piel marmórea ascendieran y cayesen como plumas sobre su espalda, acompañando a sus brazos, que llevaban el ritmo de unas manos que desabrochaban los nudos de ese corsé mientras la muchacha repetía al son de un ritmo muy lento que estaba aquí para conquistarlos. Para llevarlos al cielo con sus besos.
Nudo tras nudo, el espectáculo ascendía en niveles de necesidad. Todos ansiaban ver esos hermosos y tersos pechos, y cuando finalmente las dos tiras de cordel de seda quedaron en sus manos, habiendo deshecho ya todos los nudos, se tambaleó con dulzura y el corsé resbaló por su cuerpo hasta sus pies. Sólo tuvo que alzar sus piernas para deshacerse de esa prenda, la cual lanzó hacia el fondo, hacia la oscuridad de las bambalinas. Sus manos se apresuraron a cubrir sus vergüenzas, y con una risa encantadora pasó la yema de sus dedos por sus rosados pezones para, después, dejar caer sus manos y dejar que el foco la hundiese en tinieblas, ocultan sus pechos, ocultando su mirada atigrada. Sólo sus suaves y carnosos labios se veían a través de esas espesas sombras, y con el griterío del público la chica decidió entregarles a sus más adeptos fans lo que deseaban: la luz se prendió en un instante, y con un grito triunfal, siguiendo ahora un ritmo frenético de can-can, empezó a moverse con las caderas, inclinándose adelante mientras una docena de chicas aparecían, vestidas de época, con largas faldas, sacudiéndolas al viento, alzando sus piernas, mientras la protagonista movía su cuerpo con frenesí, pasando sus manos por su piel, imitando los deseos de los hombres que aguardaban con ansiosa paciencia el momento en que pudiesen hacerse con su cuerpo por un elevado precio. Un precio realmente elevado para una sola chica. Pero así era Virginia. Era la reina del can-can. La reina del... ¿aún no he dicho cómo se llamaba el local? Bueno, Virginia era la reina del Antro del Pecado.

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